Lyn Hejinian

Lyn Hejinian

Una pausa, una rosa,
algo sobre el papel

Un momento amarillo, justo como cuatro años después, cuando mi padre volvió a casa de la guerra, al momento de saludarlo, estaba parado al pie de las escaleras, más joven, más delgado que cuando se fue, era púrpura —aunque los momentos ya no son así de coloridos. En algún sitio, al fondo, las habitaciones comparten un decorado de rosas pequeñas. Caras vemos corazones no sabemos. En ciertas familias, el significado de la necesidad es lo mismo que el sentimiento de prenecesidad. Las mejores cosas quedaron reunidas en una pluma. Las ventanas estaban ceñidas por cortinas de gasa blanca que nunca se desataron. Aquí me refiero a lo irrelevante, esa rigidez que nunca interviene. De ahí, las repeticiones, libres de toda ambición. La sombra de los secoyas, ella dijo, era opresora. El peluche debe ser desgastado. En sus caminatas ella entraba en jardines ajenos para robar cortes de sus geranios y de sus plantas carnosas. Un ocasional atardecer se refleja sobre las ventanas. Un pequeño charco se nubla. Si sólo pudieras tocar, o, incluso atrapar esas grandes criaturas grises. Yo le tenía miedo a mi tío con la verruga en su nariz, o a sus bromas que hacía a nuestras costillas y que me rebasan, y me apenaba la sordera de mi tía, que era su cuñada, y quien desde tiempo atrás había adquirido la costumbre de asentir amablemente con la cabeza. Estación de lana. Mira el relámpago, espera el trueno. Muy equivocado, por completo. Largas líneas de tiempo se arrastran detrás de cada idea, objeto, persona, mascota, vehículo y suceso. La tarde ocurre saturada y por lo tanto interminable. Más grueso, ella consintió. Era un tic, ella tenía el hábito y ahora se agachaba como mi pájaro de juguete en el borde del vaso, sumergiéndose y retrocediéndose del agua. Pero una palabra es un pozo sin fondo. Como por arte de magia quedó preñada y un día se abrió, dando a luz un huevo de piedra, casi tan grande como un balón. En mayo, cuando las lagartijas emergen de las piedras, las piedras se vuelven grises, del verde. Cuando la luz del día se mueve, nos deleitamos en la distancia. Las olas ondeaban sobre nuestros abdómenes, como la lluvia de primavera sobre un huerto inclinado. Parachoques de goma en autos de goma. La resistencia en dormir a estar dormida. En cada país hay una palabra que intenta el sonido de los gatos, para corresponder a un inaislable retrato en las nubes hasta un estruendo en el aire. Pero el ruido constante no es un presagio de la música por venir. “Todo es un asunto de sueño”, dice Cocteau, pero olvida al tiburón que no. La angustia está en alerta. Quizás inicialmente, incluso antes que uno pueda hablar, la agitación ya es convencional al establecer la frontera incoherente que más tarde separará los eventos de la experiencia. Encuentra el cajón que no esté lleno. Que durmamos sumerge nuestro trabajo en la oscuridad. El balón se perdió entre un banco de mirtos. Estaba en un cuarto con las singularidades por los cuales una nostalgia posterior acaso cobraría forma más tarde, una infancia de indulgencias. Están sentados sobre sillas de mimbre, cuyas patas se han hundido desigualmente en el suelo, de manera que cada quien se sienta ligeramente inclinado y las posturas se acomodan a eso. Las vacas calientan su propio establo. Les doy un vistazo y eso da la ilusión de que se mueven. Una “historia oral” sobre papel. Esa mañana esta mañana. Lo digo acerca de la psique porque no es opcional. Las resonancias son una sombra más densa en el cuarto caracterizado por su disposición habitual, un tipo de espera cargada, una perpetua asistencia, en la cual pensaba cuando comencé el párrafo, “Mucho de la niñez pasa a modo de espera”.


Lyn Hejinian. Mi vida.
Editorial Acto. 

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